Viéndonos a Nosotros Mismos en la Cuneta
Por Rich Pérez
El camino intermedio
Imagine un camino polvoriento que se abre en colinas bañadas por el sol. Este es el camino entre Jerusalén y Jericó, famoso por los ladrones y el peligro. Un hombre camina solo, su viaje cortado abruptamente por la violencia. Dejado por muerto, yace al costado del camino, una figura solitaria en un vasto paisaje.
Dietrich Bonhoeffer, un teólogo que miró a los ojos del mal, nos recuerda: «Debemos aprender a considerar a las personas menos en función de lo que hacen o dejan de hacer, y más en función de lo que sufren».
La compasión, nos enseña Jesús, es el puente que nos permite vernos a nosotros mismos en cada uno de los demás. En la parábola del Buen Samaritano (Lucas 10:25-37), encontramos a tres viajeros en este peligroso camino. Dos, un sacerdote y un levita, ven al hombre herido, pero continúan su camino. Sus razones podrían parecer válidas: restricciones religiosas, un horario ajustado. Pero sus acciones revelan una verdad más profunda: han elegido una distancia cómoda del sufrimiento.
Entonces llega el samaritano. A diferencia de los demás, no se limita a ver al hombre, sino que siente compasión. La palabra en sí misma es un tapiz tejido con dos hilos: «com» que significa con, y «pasión» que significa sufrir. La compasión consiste en entrar en el dolor de otro, sentirlo junto a él.
Una Perturbación Voluntaria
El viaje del samaritano, su propio destino, se vuelve menos importante que el extraño que sufre. Toma un desvío, una perturbación voluntaria en sus planes. Este desvío es una poderosa metáfora de la compasión. Nos recuerda que el verdadero amor a menudo nos requiere desviarnos del camino, salir de nuestras agendas y rutinas.
¿Hemos tomado, como el sacerdote y el levita, decisiones de vida que nos mantienen a una distancia segura del dolor de los demás? La ocupación, los círculos sociales, incluso las obligaciones religiosas pueden crear un entumecimiento cómodo al sufrimiento que nos rodea. Nos convertimos en expertos en «ver» sin realmente ver, perdiendo la vulnerabilidad que nos une a todos.
El samaritano «se acercó a él». Este simple acto dice mucho. La proximidad le permite ver al hombre no solo como una víctima, sino como una persona completa, herida, sí, pero merecedora de cuidado. Quizás en ese momento, el samaritano reconoce un reflejo de sí mismo. Él también sabe lo que significa ser marginado, estar en los márgenes.
Compasión en su esencia
Jesús, en Su sabiduría radical, elige a un samaritano como héroe. Esto no es un accidente. Los samaritanos eran considerados marginados por los judíos. Comprendían el rechazo, el dolor de ser «otro». Esta experiencia compartida permite que el samaritano se vea a sí mismo en el hombre herido, identificándose con su sufrimiento.
La compasión, en su esencia, se trata de esta identificación. Es la chispa de empatía que se enciende cuando vemos una parte de nosotros mismos en la lucha de otro. La rotura que presenciamos podría ser suya hoy, pero podría ser nuestra mañana. Esta humanidad compartida es la fuente de la verdadera compasión.
La Biblia nos dice en Jeremías 31:20, » Por él mi corazón se conmueve; por él siento mucha compasión». El amor de Dios es una fuente de compasión, un desbordante depósito de cuidado por Sus hijos. Así como una madre siente una conexión visceral con su hijo que sufre, también Dios se conmueve de nosotros.
Un recordatorio pastoral
La compasión no es un deber, sino una respuesta natural, un eco de Dios dentro de nosotros. Que abramos nuestros corazones, salgamos del camino trillado y tomemos el desvío de la compasión. Porque en ese acto de ver el sufrimiento de otro, no solo lo vemos a él, sino un reflejo de nosotros mismos, y en última instancia, un destello del amor divino que nos une a todos.
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Traducido por: Elizabeth Guevara Cabrera