Como médico, soy testigo de innumerables primeras y últimas respiraciones. Como cristiana, recuerdo constantemente cómo Dios nos infunde vida a través de su Espíritu.
por MARIELLEN VAN NIEUWENHUYZEN
El bisturí atravesó la pared uterina. El saco amniótico se rompió y el líquido fluyó hacia mí a través del paño quirúrgico azul. Los dedos de la obstetra rodearon la cabeza de la bebé mientras mis manos enguantadas presionaban firmemente el abdomen de la madre. La bebé era más grande de lo que esperábamos. Desplacé todo el peso de mi cuerpo contra el vientre de la madre y, por fin, la cabeza de la recién nacida se deslizó a través del mismo. Sus hombros no tardaron en seguirla, y allí se quedó ella, con los ojos mirando el mundo por primera vez.
Antes de que pudiera llorar, respiró por primera vez. El aire entró a toda velocidad, expulsando el líquido que había llenado sus pulmones durante las seis semanas de gestación. El oxígeno se difundió a través de los vasos sanguíneos de los alvéolos, diminutos sacos de aire dentro de sus pulmones, relajando las arterias pulmonares y permitiendo que la sangre corriera por sus pulmones por primera vez. El corto vaso que conecta las arterias pulmonares y el corazón comenzó a cerrarse. La presión aumentó en su corazón, haciendo que el pequeño orificio entre sus cavidades se cerrara.
Ella respiró con más vigor que nadie en el quirófano y su tono púrpura se suavizó hasta convertirse en un rosa intenso. Entrecerró los ojos contra la luz deslumbrante y volvió a llorar. Qué mundo tan extraño es éste, donde el aire se convierte en aliento y luego el aliento vuelve a ser aire.
Ruach es una palabra hebrea que significa aliento, viento o espíritu. (En la Septuaginta, una antigua traducción griega del Antiguo Testamento, se traduce como pneuma o pneumon, raíces de las que proceden muchas palabras inglesas relativas a los pulmones).
En el Génesis, ruach es tanto el Espíritu de Dios que trae luz y orden a un mundo desordenado (1:1-4) como el aliento de vida que Dios sopla a Adán (2:7). El Salmo 33:6 dice: Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos y por el soplo (ruach) de su boca, todo lo que en ellos hay, y Job afirma que «el espíritu (ruach) de Dios está en mi nariz» (27:3, ESV).
También vemos que el ruach de Dios anima y da energía a toda la creación, incluidos nosotros. Respirar la ruach de Dios nos moldea a Su imagen y semejanza, y del mismo modo que la anatomía interna del recién nacido fue moldeada fisiológicamente por su primer aliento, así también el ruach de Dios nos cambia y nos da nueva vida. En el Antiguo Testamento, el Espíritu de Dios prometía la futura salvación y renovación de todo el pueblo de Dios, y en la Última Cena, Jesús prometió que el Espíritu vendría a Sus seguidores como «el Consolador para que los acompañe siempre» (Juan 14:16, 26).
4 Pero cuando se manifestaron la bondad y el amor de Dios nuestro Salvador, 5 él nos salvó, escribió Pablo a Tito (3:4-6), «no por nuestras propias obras de justicia, sino por su misericordia. Nos salvó mediante el lavamiento de la regeneración y de la renovación por el Espíritu Santo, 6 que él derramó sobre nosotros abundantemente por medio de Jesucristo nuestro Salvador.»
Constantemente se nos recuerda esa necesidad de renovación. Apenas unos momentos después de regresar de aquella cesárea -todavía maravillada por el milagro de las primeras respiraciones- me apiñé en una estrecha sala de la UCI, intentando desesperadamente palpar el pulso femoral de una paciente entre compresiones torácicas. No había respiración. No había pulso. Observé cómo subía y bajaba el pecho con cada compresión y oí el torrente de oxígeno cuando el terapeuta respiratorio llenó artificialmente sus pulmones. Pero no era una respiración verdadera. No era su propio ruach.
El tiempo empezó a borrarse. Dos minutos. Diez minutos. Veinte. «¡Por favor, no pares!», gritaba la hija de la paciente desde detrás de mí. Pero 45 minutos después, seguía sin pulso. Por mucho que lo intentáramos, su ruach no regresaba.
El libro de Eclesiastés dice que «Todo surgió del polvo y al polvo todo volverá.» (3:20), pero que, así como «el polvo vuelve a la tierra tal como era», el «espíritu (ruach) vuelve a Dios que lo dio» (12:7). Sin el contexto de la encarnación, muerte y resurrección de Cristo, el hecho de que Dios se lleve su ruach puede ser un pensamiento muy sombrío. Sin embargo, la buena noticia es que, dado que Dios mismo experimentó un primer aliento y un último aliento, se nos ofrece una vida renovada en el Espíritu para restaurarnos y sostenernos.
Cristo también se vio forzado a abandonar el descanso familiar del vientre de su madre y entrar en un mundo amargo y frío, con su cuerpo contorsionándose mientras el aire apestoso a estiércol y heno agrio entraba en sus pulmones. Y pensar que el ruach de Dios se vertió en la propia carne de Cristo.
Salió de su cuerpo también, cuando tomó su último aliento como nuestro perfecto y justo Salvador en la cruz. Entonces Jesús exclamó con fuerza: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! (ruach)”. Y al decir esto, expiró.» (Lucas 23,46).
Tras Su resurrección, Cristo se apareció a los discípulos. Con Su propio ruach restaurado por Dios, en vindicación de Su sacrificio, «sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo (ruach)”» (Juan 20:19-22). 2 Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. 2 De repente, vino del cielo un ruido como el de una violenta ráfaga de viento (ruach)… y 4 Todos fueron llenos del Espíritu Santo (ruach)» (Hechos 2:2-4). Al igual que Dios sopló vida a Adán en la Creación, así también Cristo sopló el Espíritu a Sus discípulos.
Era la renovación prometida. Dios prometió que nos daría un corazón nuevo y pondría un espíritu nuevo en nosotros. Prometió quitarnos el corazón de piedra y darnos un corazón de carne, que pondría Su Espíritu en nosotros y nos movería a seguir sus decretos y leyes (Ez 36, 26-27). Por fin se cumplió la súplica de David en el Salmo 51:10: Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio y renueva un espíritu firme dentro de mí, y se completó la profecía de los gobernantes del Antiguo Testamento. Ahora, a todas las personas se les ofrece el aliento sustentador de su Espíritu a través de la muerte y resurrección del propio Hijo de Dios.
¿Cómo responderemos entonces? Cada aliento, cada ráfaga de viento, cada acto del Espíritu: que el ruach de Dios nos recuerde hacer lo que ordena el salmo final (150:6): ¡Que todo lo que respira alabe al Señor!
Mariellen Van Nieuwenhuyzen (MD, UC Davis School of Medicine) es médico residente de medicina familiar y escribe para varias publicaciones cristianas en línea y revistas literarias.
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Traducido por: Elizabeth Guevara Cabrera